jueves, 9 de noviembre de 2017

EN UN MENTRO DE BOSQUE




Dos monjes tibetanos se acercan a una mesa con unos embudos de
latón en las manos. De los extremos de los embudos cae arena de colores
sobre la mesa. Cada tira delgada añade una línea al mandala que se va
formando. Los monjes trabajan desde el centro de la pauta circular,
siguiendo líneas de tiza que marcan las formas básicas y rellenando
después cientos de detalles de memoria.
En el centro hay una flor de loto, el símbolo de Buda, rodeada de
un palacio ricamente adornado. Las cuatro puertas del palacio dan a
círculos concéntricos de símbolos y colores que representan los pasos en
el camino a la iluminación. El mandala no estará acabado hasta dentro de
varios días, luego se barrerá y las arenas revueltas se arrojarán a una
corriente de agua. El mandala es importante en varios sentidos: la
concentración que exige elaborarlo, el equilibrio entre complejidad y
coherencia, los símbolos que contiene el dibujo, y su carácter efímero.
Ninguna de estas cualidades determina sin embargo la finalidad última de
la construcción del mandala. El dibujo es una recreación del camino de la
vida, del cosmos y de la iluminación de Buda. Todo el universo se observa
a través de un pequeño círculo de arena.